Descubrir
a Dominique Forest. Juan
Manuel Bonet.
La
obra y el nombre de Dominique Forest los descubrí en 2001, en el LXII Certamen
de Valdepeñas, donde como al resto del jurado, me impactó su escultura Bismuto,
a la que sin tener nadie ni la más remota idea de quien pudiera ser su autor -que
luego resultó ser el de algunas interesantes piezas que se habían podido contemplar
en anteriores ediciones del Certamen-, otorgamos la Pámpana de Oro.
¿Qué
es lo que nos había llamado la atención a los reunidos en Valdepeñas, en aquella
pieza cúbica de madera y estuco, como caída del cielo, a modo de aerolito? Creo
que un manifiesto espíritu visionario, un manifiesto deseo de, a partir de unos
datos científicos, procedentes del campo de la geología -nada menos que las leyes
de cristalización del bismuto-, echar la imaginación a volar. Su elementalidad,
también, el saber hacer de su autor, su capacidad para definir de golpe, con aquella
sola escultura, un lugar, un espacio personal e intransferible.
Este
mismo año, he tenido ocasión de conocer personalmente al artista que descubrí
en Valdepeñas junto al resto de mis compañeros de jurado. Dominique Forest es
un francés madrileñizado. Su estudio, una cueva, un bajo inverosímilmente abarrotado
del barrio de Argüelles, me ha parecido absolutamente coherente con su obra: uno
de esos estudios de artista-coleccionista, en los que resulta difícil distinguir
dónde acaba la colección de curiosidades, y dónde empieza la obra.
Acabo
de utilizar el término "artista-coleccionista". No es la primera vez que lo hago.
Dominique Forest pertenece a la misma familia que el Kurt Schwitters de los merzbau,
que Joseph Cornell el genial constructor de cajas, que el Arman de las acumulaciones,
que la valenciana Carmen Calvo, capaz de entrar en una vieja casa abandonada,
donde descubre los papeles de un sastre de hace décadas, o que Dis Berlin, saqueador
de rastros, de almonedas, de libreros de viejo, de tiendas de viejas postales.
La simple nómina que acabo de enumerar permite apreciar bien a las claras, hasta
qué punto es esta una familia más espiritual que formal, pues más allá de esa
voluntad común de reunir fragmentos del mundo, fragmentos que a menudo, en su
condición de objets trouvés, les bastan, son muchas más las disonancias,
que las concordancias.
A
base de multitud de pequeñas piezas de madera sin policromar, que talla una a
una, con envidiable paciencia, Dominique Forest sabe colocarnos ante su peculiar
y fascinante visión de la Gran urbe. En el bellísimo Cajón de sastre,
reinan el horror vacui, la proliferación armanesca, el box art cornelliano
llevado al paroxismo. Astillando maderas, dibuja Estratos, construye otra inquietante
Cristalización negra que coloca sobre una mesa, sueña con un urbanismo
utópico para la Sierra madrileña, que más que a la racionalidad de la Bauhaus
nos recuerda los delirios organicistas de un Matta. Con tubos metálicos de fontanería
define Circuitos cerrados, construcciones proliferantes. Con maderas preciosas,
y cambiándola de escala, convierte en purísimo objeto de contemplación esa estructura
ósea perfecta que es la taba, de la que también tiene una versión broncínea. Con
otras maderas -siempre la madera como leitmotiv- más comunes, construye
un tupido y desnudo bosque vertical, o un raro jardín verdoso, o unas leves y
bien calculadas Aspas de sugerencias aeronáuticas, con algo de leonardesco,
o -de nuevo la tentación del viaje lejos- una Pagoda. Con palillos pintados
de negro y de blanco, crea superficies de tensión, que nos traen a la memoria
ciertos episodios del cinetismo. Cada una de estas piezas de Dominique Forest,
constituye para él -y para nosotros, sus espectadores- una nueva aventura espiritual,
y formal, algunas de las cuales pueden desconcertarnos, por paradójicas -ese mínimo
y dulce ruiseñor figurativo, en bronce, para una senda de la montaña madrileña,
en homenaje a Vicente Aleixandre-, pero que siempre encontramos impregnadas de
autenticidad.
Singularísimo
personaje, y singularísimo artista por libre, este Dominique Forest franco-español
con el que, en su cueva que merecería una descripción topográfica a fondo -en
un rincón, juguetes antiguos, y en otro, una vitrina con un apreciable museo de
Ciencias Naturales-, termino hablando de su amigo violinista Stéphane Grappelli,
o de algunos de los materiales que nos rodean, por ejemplo de aquella madera,
el Pau Brasil, que en los años veinte Oswald de Andrade eligió como bandera
de su vanguardia paulista y tropical. Ahora, Dominique Forest reúne parte de sus
construcciones, de sus propuestas plásticas -incluidos algunos cuadros-, de sus
sueños visionarios, en esta exposición
gaditana, que esperemos sea pronto seguida de otra muestra, esta en
este Madrid de nuestros afanes.